Ojo de águila era un audaz niño piel roja, ansioso por alcanzar la edad de caza que aún se le vetaba. Bien sabía que para emprender la larga marcha en busca de alimento había de ser entrenado durante más de seis lunas por un experimentado cazador. No se cansaba de preguntar a su madre una y otra vez, por el anhelado momento en que dejara atrás el campamento para disfrutar de estas jornadas con el resto de los pieles rojas.
- Madre… ¿cuándo podré yo ir a cazar? – decía Ojo de águila mientras curtía pieles.
- Pronto hijo… – decía con resignación y cierta pena al ver las ganas que brotaban de los ojos del niño.
- Madre… ¿cuándo podré aprender? Soy suficiente mayor… – decía mientras salaba las pieles para su conservación.
- No, no lo eres… – volvía a repetir siguiendo con sus tareas.
Cada día que precedía a la cacería era la misma tarantela, y obtenía siempre las mismas respuestas de su progenitora. Entonces triste seguía su faena. Ojo de águila sabía distinguir con precisión las diferentes huellas de animales y las voces de apareamiento, además de ser un gran tirador con arco. A pesar de sus habilidades, no era suficiente para el resto de los hombres que se burlaban de él desde lo alto de su hombría.
Uno de esos días predecesores, Ojo de águila se mostró callado y pensativo tras la negativa de su padre a acompañarles. Al caer la noche fingió estar muy cansado y pronto se acurrucó bien abrigado a la espera de que la luna dejara paso a la mañana. Con un sigiloso despertar preparó alimentos, agua, abrigo y una afilada vara de arce que bien le serviría como arma.
Entonces siguió a los cazadores manteniendo una distancia prudencial. No debían percatarse de su presencia. Observaba con atención cada uno de sus pasos en la lejanía y cuando hubo caído la tarde una colina les sirvió de refugio para dar caza a los ciervos, los mensajeros de las buenas y las malas noticias.
Encendieron un fuego para cocinar algunos alimentos y resguardarse del frío. Ojo de águila se dispuso a imitarles con la mala fortuna de darse cuenta demasiado tarde que había olvidado la yesca y el pedernal. Si no quería morir de frío debería acercarse al campamento, pero la desobediencia de la que hacía gala le traería una gran reprimenda que no estaba dispuesto a soportar.
Muerto de frío y hambre, sin fuego al que arrimar su menudo cuerpo, el muchacho estaba decidido a no acercarse al grupo por miedo al castigo que caería sobre él, pero las circunstancias, una vez más, le obligaron a tomar una decisión que no era más que otra forma de mala suerte. Un puma rugió tras él y asustado olvidó sus divagaciones mientras corría despavorido en dirección a los cazadores. Sus predicciones no resultaron erróneas y los pieles rojas le propinaron una descomunal paliza recordándole la mala elección que le había hecho tomar su desobediencia, al tiempo que se burlaban de él por su cobarde huída del predador.
A la mañana siguiente, enfadado aún y con cierto sarcasmo e ironía, el jefe del grupo le ordenó que se mantuviera aguardando en el campamento mientras ellos cazaban. Ojo de águila no pudo aguantar mucho tiempo inmóvil, nuevamente, desobedeció sus órdenes y abandonó el lugar. No hubieron pasado más de unos minutos cuando una fiera tormenta de nieve le salió al paso, borrando las huellas que le permitieran el regreso y dejándole totalmente desorientado y confundido, pues ésta trajo consigo una densa niebla que apenas le permitía verse los dedos de las manos frente a él.
Cuando amainó, el muchacho se encontraba totalmente perdido y sin rumbo. A lo lejos pudo ver entonces la silueta de un gran animal. Al acercarse advirtió que se trataba de un búfalo blanco, animal mágico y sagrado entre todas las tribus de pieles rojas. Con el miedo emanando de cada uno de sus poros, Ojo de águila osó acercarse al mamífero con sopesada lentitud. El búfalo le miró piadoso y se dejó acariciar. Momentos después, el animal empezó a caminar llevando al niño camino del campamento. Una vez allí, el búfalo desapareció entre la niebla, fundiéndose con ella mientras se alejaba.
La reprimenda del jefe piel roja no fue pequeña y cuando Ojo de águila contó lo sucedido suscitó una gran carcajada entre los componentes de su grupo que, burlándose propinaron varios golpes al chico. Pero el jefe, tras escuchar la historia y meditarla durante un instante, apremió el cese de aquel jolgorio y procedió a relatar desde lo profundo del recuerdo.
- Hijo… – dijo con una voz profunda y algo rasgada en su idioma indio – lo que has visto bien me recuerda a una historia del pasado. Cuando viajé al sur tenía tu edad. Allí había un grupo enemigo de hombres que mataban.., que destruían todo lo que a su paso encontraban. Eran malvados seres de piel blanca, con armaduras brillantes y palos cortantes, que cabalgaban sobre caballos. Cuando arreció el frío invierno, tu abuelo y yo nos vimos en la necesidad de huir de aquella amenaza junto con nuestras familias. Pero nos perdimos – miraba hacía el cielo, como esperando una aprobación para seguir hablando – nos perdimos y no teníamos los víveres necesarios para subsistir, no teníamos que comer y el frío atenazaba nuestros huesos y el de la gente más anciana de la tribu.
Tu abuelo entonces se aventuró a la caza de algún animal para mitigar el hambre que a todos nos mordía el estómago. Le estuvimos esperando mucho tiempo hasta que finalmente apareció arrastrando un ciervo. Delante de él, un búfalo blanco le guiaba. Cuando llegaron el búfalo le miró a los ojos y dio la vuelta, al poco ya no estaba y tu abuelo nos contó que se había perdido. El animal mágico le había llevado hasta aquel ciervo y luego le había enseñado el camino de vuelta al campamento, guiándole hasta donde todos nos encontrábamos. – Miró a todos los presentes con solemnidad – Gracias al búfalo blanco sobrevivimos y pudimos seguir avanzando hasta estas tierras salvas de cualquier peligro blanco.
- Entonces – el chico miraba con recelo a la espera de ser nuevamente azotado.
- Yo te creo – puso la mano sobre el hombro del chico – y te digo que el día de mañana serás un gran chamán, cuando no un gran jefe.
Aquel día Ojo de Águila empezó a notar como dejaba de ser niño para convertirse en hombre. Nadie más se burló de él, ni en ese momento ni en ningún otro. Con el tiempo fue respetado y amado. Creció y sus hazañas forjaron leyendas. Nunca más volvió a ver al gran búfalo blanco. En cambio, la magia sacra que viera en aquellos ojos perduró para siempre en su corazón, cobrando vida en sus sueños de brujo.
Fuente: todolocreadoanteshasidopensado
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