Dicen que la historia la escriben los vencedores. Los relatos del pasado que han llegado hasta nosotros tienen casi siempre el sesgo de los narradores de los ejércitos victoriosos, de los imperios conformados sobre las ruinas de antiguos pueblos derrotados o de añejas civilizaciones sin tiempo a esbozar su palabra en el tiempo.
Sabemos poco de los
cartagineses, o de los iberos, o de los pueblos africanos, o de los iroqueses y
los mayas. Y todo lo que recibimos de los siglos precedentes mantiene ese poso
inacabado que acaba conformando un presente a medias tintas. De un tiempo a
esta parte, sin embargo, los caminos de la historia o la antropología pugnan
por encontrar la justa medida de esa narración, indagando en todo aquello que
ha sido silenciado por interés o por desdén. Encontrar ese secreto puede ser un
acto de justicia (si es que la historia puede ser considerada bajo parámetros
justos o injustos), pero también un conocimiento esencial de aquello que
conforma nuestras sociedades del presente.
Eso es lo que propuso
el antropólogo Jack Weatherford en 1988 (2000 en la edición en castellano), que
con El legado indígena. De cómo los indios americanos transformaron el mundo,
planteó un reto fascinante a los lectores e investigadores al hacer hincapié en
aspectos de estudio hasta entonces inamovibles. Con esta obra, Weatherford
indaga en el legado de los pueblos precolombinos y deja al descubierto todo
aquello que había sido silenciado por la historiografía clásica. En un primer
momento, el antropólogo esboza las líneas históricas conocidas de la conquista
americana por parte de los europeos, como es el surgimiento del capitalismo
monetario gracias a las ingentes cantidades de plata de las minas de Potosí,
arribadas a Europa como punto de partida de la primigenia acumulación de
capital. La posterior creación de las sociedades anónimas, junto al uso de mano
de obra esclava, darían el impulso definitivo al proceso de industrialización
iniciado en el siglo XVIII. Sin el descubrimiento de América por parte de los
conquistadores del Viejo Mundo todo este proceso no hubiera tenido lugar,
afirmación esta que no tiene nada de novedosa pero que sirve a Weatherford para
recordar las verdades de un expolio que dio alas a los expoliadores y que
silenció durante siglos los avances técnicos, alimentarios, médicos y políticos
de los expoliados.
Es en este punto
donde El legado indígena se convierte en un libro necesario.
Es imposible comprender el crecimiento demográfico y tecnológico de Europa sin
los conocimientos de los pueblos americanos. La popularización de la patata,
por ejemplo, consiguió la detención de las hambrunas que periódicamente
asolaban el Viejo Mundo, llegando a conseguir que su población se sextuplicara
de 1650 a 1950 (de 100 millones de personas a 600). Por otra parte, el uso del
maíz como alimento de animales, como cerdos, vacas o pollos, provocó que la
población europea dispusiera de una mayor cantidad de proteínas en su dieta
diaria. Sería muy largo enumerar todas las plantas arribadas de América, pero
lo cierto es que tres quintas partes de los cultivos que existen hoy en el
mundo proceden del Nuevo Mundo. Además, los campesinos de los Andes fueron los
primeros en inventar la conservación de los alimentos mediante la congelación y
la desecación.
Este éxito alimentario
no hubiera sido posible sin una elaborada tecnología agrícola, fundamentada en
el desarrollo de complejos sistemas de reproducción de plantas y de una
cuidadosa selección de semillas, convirtiendo a los campesinos indígenas en los
mejores fitogenetistas del mundo. Y todo ello usando desarrolladas técnicas de
cultivo que hoy en día empiezan a ser valoradas, como el uso de combinaciones
de plantas para evitar enfermedades o insectos perjudiciales, o el desarrollo
(que en la actualidad llamaríamos sostenible) de técnicas agrícolas en bosques
o selvas. En última instancia, toda esta sabiduría, desarrollada a lo largo de
siglos, tendría también sus referentes culinarios, con productos como la papa,
el maíz, el pimiento o el tomate, que todavía persisten en sus lugares de
origen, desde Costa Rica hasta México. Una sabiduría que no se restringe a lo
alimenticio, sino que se ramifica en aspectos tan esenciales como la farmacopea
y la medicina, realizando un exhaustivo recorrido por todas aquellas medicinas
naturales que nos legaron los indoamericanos, sobre todo la quina, que en
quechua significa “corteza”, y que sería una de las bases farmacológicas de la
quinina, el medicamento esencial para la prevención de la malaria.
Weatherford no incide
tan solo en aspectos antropológicos. Su investigación, sazonada de bellos
pasajes que narran la vida indígena en la actualidad (cargadas de injusticias
históricas todavía latentes y presentes), se adentra en temas de profunda carga
política y filosófica. La imagen del “buen salvaje” haría fortuna desde el
siglo XVI al XVIII y sería un lugar común de numerosos escritos, de la Utopía de
Tomás Moro hasta las obras políticas de Thomas Paine, pasando por las
reflexiones de Michel de Montaigne. Todas estas obras reflejaban la las
sorprendentes noticias llegadas del Nuevo Mundo, en la que los recién llegados
informaban de sociedades igualitarias y democráticas, sin propiedad privada y
en armonía con la naturaleza. Montaigne, en su ensayo De los caníbales,
cita a los indios del Brasil como pertenecientes a una sociedad sin jueces, ni
esclavitud, ni trabajos forzados; y un siglo después Louis Armand de Lom d’Arce
escribiría el primer trabajo etnográfico de indígenas norteamericanos, después
de una estancia entre los hurones del Canadá entre 1683 y 1694. En él, Lahontan
transcribe las frases de un nativo, que afirma: “Nacemos como hermanos, libres
y unidos, y cada uno es tan señor como el otro, mientras que vosotros sois
todos esclavos de un solo hombre. Soy el amo de mi cuerpo, dispongo de mí, hago
lo que quiero, soy el primero y el último de mi nación (…) únicamente súbdito
del gran Espíritu”.
Hay que suponer una
cierta idealización de esas sociedades que poco a poco iban extinguiéndose,
pero de lo que no hay duda es de la existencia de un sustrato político indígena
radicalmente opuesto al de las monarquías europeas o a los sistemas nobiliarios
del Viejo Mundo. De ahí que Weatherford sostenga la idea, en absoluto
descabellada, que fue el contacto de los europeos con las sociedades
igualitarias americanas lo que daría paso a las ideas de igualdad y democracia
de la Ilustración. Como afirma el autor: “La democracia igualitaria y la
libertad deben muy poco a Europa. No constituyen una derivación grecorromana
revivida de algún modo en el siglo dieciocho, sino que se incorporaron en el
pensamiento occidental moderno como nociones indoamericanas traducidas a la
cultura y la lengua europeas.”
Provocador, sin duda,
pero conclusivo por la exhaustividad de su análisis. Yendo algo más allá,
Weatherford sitúa el origen de la primera Constitución del mundo, la
estadounidense, en las tradiciones indoamericanas de la época. Lo cierto es que
los colonos ingleses que llegaron a las virginales tierras norteamericanas no
llevaban consigo ninguna tradición democrática ni republicana.
Lo que hicieron los
Padres Fundadores de los Estados Unidos fue ensamblar con sensatez lo mejor de
diversos sistemas de gobierno, desde el parlamentarismo británico hasta las
ideas federales de la Liga Iroquesa. Los iroqueses fundaron su Liga en algún
momento entre el año 1000 y el 1450, bajo una constitución llamada Kaianekerowa o
Gran Ley de Paz, y reunía a cinco grandes naciones indias: los mohawk, los
onondaga, los seneca, los oneida y los cayuga. Cada una contaba con un consejo
compuesto por delegados, los sachem, que decidían sobre las
necesidades de su territorio, para luego reunirse en el Gran Consejo de la Liga
en los que se sentaban a decidir asuntos de interés común. En palabras de Henry
Lewis Morgan, primer antropólogo de Noteamérica, el consejo “declaraba la
guerra y hacía la paz, enviaba y recibía embajadores, entraba en tratados de
alianza, regulaba los asuntos de las naciones subyugadas, recibía nuevos
miembros en la Liga, extendía su protección hacia tribus débiles, en resumen,
tomaba todas las medidas necesarias para promover su prosperidad y ampliar sus
dominios.” En última instancia, y a diferencia de los gobiernos europeos, la
liga combinó la soberanía de varias naciones en un solo gobierno, en una
estructura que hoy llamaríamos “federal” y que fue uno de los ejes de formación
y creación de los Estados Unidos. De hecho, sería el famoso Benjamin Franklin,
en su calidad de impresor oficial de la colonia de Pensilvania, el que se
encargaría a partir de 1750 de entrar en contacto y llegar a acuerdos con las
diferentes naciones indias de la zona, convirtiéndose en un experto de sus
costumbres políticas, especialmente de la Liga Iroquesa.
Como podemos ver, El
legado indígena indaga en todo aquello susceptible de haber sido
silenciado por la Historia, llevando incluso a replantear aspectos de enjundia
como el origen de las democracias occidentales. Hermoso en su relato, el libro
permite al lector adentrarse en los pormenores de una Historia silenciada y, al
mismo tiempo, convertir esa Historia en presente vivo, en hecho inconcluso, por
no haber sido explicado adecuadamente porque sus protagonistas fueron los perdedores.
Porque de eso se trata, de narrar las verdades de esos perdedores sin los que
los vencedores hubieran podido celebrar su triunfo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario