jueves, 26 de enero de 2017

El legado indígena. De cómo los indios americanos transformaron el mundo.

Dicen que la historia la escriben los vencedores. Los relatos del pasado que han llegado hasta nosotros tienen casi siempre el sesgo de los narradores de los ejércitos victoriosos, de los imperios conformados sobre las ruinas de antiguos pueblos derrotados o de añejas civilizaciones sin tiempo a esbozar su palabra en el tiempo.


Sabemos poco de los cartagineses, o de los iberos, o de los pueblos africanos, o de los iroqueses y los mayas. Y todo lo que recibimos de los siglos precedentes mantiene ese poso inacabado que acaba conformando un presente a medias tintas. De un tiempo a esta parte, sin embargo, los caminos de la historia o la antropología pugnan por encontrar la justa medida de esa narración, indagando en todo aquello que ha sido silenciado por interés o por desdén. Encontrar ese secreto puede ser un acto de justicia (si es que la historia puede ser considerada bajo parámetros justos o injustos), pero también un conocimiento esencial de aquello que conforma nuestras sociedades del presente.

Eso es lo que propuso el antropólogo Jack Weatherford en 1988 (2000 en la edición en castellano), que con El legado indígena. De cómo los indios americanos transformaron el mundo, planteó un reto fascinante a los lectores e investigadores al hacer hincapié en aspectos de estudio hasta entonces inamovibles. Con esta obra, Weatherford indaga en el legado de los pueblos precolombinos y deja al descubierto todo aquello que había sido silenciado por la historiografía clásica. En un primer momento, el antropólogo esboza las líneas históricas conocidas de la conquista americana por parte de los europeos, como es el surgimiento del capitalismo monetario gracias a las ingentes cantidades de plata de las minas de Potosí, arribadas a Europa como punto de partida de la primigenia acumulación de capital. La posterior creación de las sociedades anónimas, junto al uso de mano de obra esclava, darían el impulso definitivo al proceso de industrialización iniciado en el siglo XVIII. Sin el descubrimiento de América por parte de los conquistadores del Viejo Mundo todo este proceso no hubiera tenido lugar, afirmación esta que no tiene nada de novedosa pero que sirve a Weatherford para recordar las verdades de un expolio que dio alas a los expoliadores y que silenció durante siglos los avances técnicos, alimentarios, médicos y políticos de los expoliados.

Es en este punto donde El legado indígena se convierte en un libro necesario. Es imposible comprender el crecimiento demográfico y tecnológico de Europa sin los conocimientos de los pueblos americanos. La popularización de la patata, por ejemplo, consiguió la detención de las hambrunas que periódicamente asolaban el Viejo Mundo, llegando a conseguir que su población se sextuplicara de 1650 a 1950 (de 100 millones de personas a 600). Por otra parte, el uso del maíz como alimento de animales, como cerdos, vacas o pollos, provocó que la población europea dispusiera de una mayor cantidad de proteínas en su dieta diaria. Sería muy largo enumerar todas las plantas arribadas de América, pero lo cierto es que tres quintas partes de los cultivos que existen hoy en el mundo proceden del Nuevo Mundo. Además, los campesinos de los Andes fueron los primeros en inventar la conservación de los alimentos mediante la congelación y la desecación.
Este éxito alimentario no hubiera sido posible sin una elaborada tecnología agrícola, fundamentada en el desarrollo de complejos sistemas de reproducción de plantas y de una cuidadosa selección de semillas, convirtiendo a los campesinos indígenas en los mejores fitogenetistas del mundo. Y todo ello usando desarrolladas técnicas de cultivo que hoy en día empiezan a ser valoradas, como el uso de combinaciones de plantas para evitar enfermedades o insectos perjudiciales, o el desarrollo (que en la actualidad llamaríamos sostenible) de técnicas agrícolas en bosques o selvas. En última instancia, toda esta sabiduría, desarrollada a lo largo de siglos, tendría también sus referentes culinarios, con productos como la papa, el maíz, el pimiento o el tomate, que todavía persisten en sus lugares de origen, desde Costa Rica hasta México. Una sabiduría que no se restringe a lo alimenticio, sino que se ramifica en aspectos tan esenciales como la farmacopea y la medicina, realizando un exhaustivo recorrido por todas aquellas medicinas naturales que nos legaron los indoamericanos, sobre todo la quina, que en quechua significa “corteza”, y que sería una de las bases farmacológicas de la quinina, el medicamento esencial para la prevención de la malaria.

tapiz indio

Weatherford no incide tan solo en aspectos antropológicos. Su investigación, sazonada de bellos pasajes que narran la vida indígena en la actualidad (cargadas de injusticias históricas todavía latentes y presentes), se adentra en temas de profunda carga política y filosófica. La imagen del “buen salvaje” haría fortuna desde el siglo XVI al XVIII y sería un lugar común de numerosos escritos, de la Utopía de Tomás Moro hasta las obras políticas de Thomas Paine, pasando por las reflexiones de Michel de Montaigne. Todas estas obras reflejaban la las sorprendentes noticias llegadas del Nuevo Mundo, en la que los recién llegados informaban de sociedades igualitarias y democráticas, sin propiedad privada y en armonía con la naturaleza. Montaigne, en su ensayo De los caníbales, cita a los indios del Brasil como pertenecientes a una sociedad sin jueces, ni esclavitud, ni trabajos forzados; y un siglo después Louis Armand de Lom d’Arce escribiría el primer trabajo etnográfico de indígenas norteamericanos, después de una estancia entre los hurones del Canadá entre 1683 y 1694. En él, Lahontan transcribe las frases de un nativo, que afirma: “Nacemos como hermanos, libres y unidos, y cada uno es tan señor como el otro, mientras que vosotros sois todos esclavos de un solo hombre. Soy el amo de mi cuerpo, dispongo de mí, hago lo que quiero, soy el primero y el último de mi nación (…) únicamente súbdito del gran Espíritu”.

Hay que suponer una cierta idealización de esas sociedades que poco a poco iban extinguiéndose, pero de lo que no hay duda es de la existencia de un sustrato político indígena radicalmente opuesto al de las monarquías europeas o a los sistemas nobiliarios del Viejo Mundo. De ahí que Weatherford sostenga la idea, en absoluto descabellada, que fue el contacto de los europeos con las sociedades igualitarias americanas lo que daría paso a las ideas de igualdad y democracia de la Ilustración. Como afirma el autor: “La democracia igualitaria y la libertad deben muy poco a Europa. No constituyen una derivación grecorromana revivida de algún modo en el siglo dieciocho, sino que se incorporaron en el pensamiento occidental moderno como nociones indoamericanas traducidas a la cultura y la lengua europeas.”


Provocador, sin duda, pero conclusivo por la exhaustividad de su análisis. Yendo algo más allá, Weatherford sitúa el origen de la primera Constitución del mundo, la estadounidense, en las tradiciones indoamericanas de la época. Lo cierto es que los colonos ingleses que llegaron a las virginales tierras norteamericanas no llevaban consigo ninguna tradición democrática ni republicana.

Lo que hicieron los Padres Fundadores de los Estados Unidos fue ensamblar con sensatez lo mejor de diversos sistemas de gobierno, desde el parlamentarismo británico hasta las ideas federales de la Liga Iroquesa. Los iroqueses fundaron su Liga en algún momento entre el año 1000 y el 1450, bajo una constitución llamada Kaianekerowa o Gran Ley de Paz, y reunía a cinco grandes naciones indias: los mohawk, los onondaga, los seneca, los oneida y los cayuga. Cada una contaba con un consejo compuesto por delegados, los sachem, que decidían sobre las necesidades de su territorio, para luego reunirse en el Gran Consejo de la Liga en los que se sentaban a decidir asuntos de interés común. En palabras de Henry Lewis Morgan, primer antropólogo de Noteamérica, el consejo “declaraba la guerra y hacía la paz, enviaba y recibía embajadores, entraba en tratados de alianza, regulaba los asuntos de las naciones subyugadas, recibía nuevos miembros en la Liga, extendía su protección hacia tribus débiles, en resumen, tomaba todas las medidas necesarias para promover su prosperidad y ampliar sus dominios.” En última instancia, y a diferencia de los gobiernos europeos, la liga combinó la soberanía de varias naciones en un solo gobierno, en una estructura que hoy llamaríamos “federal” y que fue uno de los ejes de formación y creación de los Estados Unidos. De hecho, sería el famoso Benjamin Franklin, en su calidad de impresor oficial de la colonia de Pensilvania, el que se encargaría a partir de 1750 de entrar en contacto y llegar a acuerdos con las diferentes naciones indias de la zona, convirtiéndose en un experto de sus costumbres políticas, especialmente de la Liga Iroquesa.

Como podemos ver, El legado indígena indaga en todo aquello susceptible de haber sido silenciado por la Historia, llevando incluso a replantear aspectos de enjundia como el origen de las democracias occidentales. Hermoso en su relato, el libro permite al lector adentrarse en los pormenores de una Historia silenciada y, al mismo tiempo, convertir esa Historia en presente vivo, en hecho inconcluso, por no haber sido explicado adecuadamente porque sus protagonistas fueron los perdedores. Porque de eso se trata, de narrar las verdades de esos perdedores sin los que los vencedores hubieran podido celebrar su triunfo.

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