No
hay tehuelche que no lo sepa. Antes de la llegada de los primeros
hombres blancos, ellos conocían muy bien cómo se originaron el mar y la
dilatada meseta patagónica, el mundo ventoso y frío donde pasaban sus
vidas.
En
el principio, dicen, estaba Kooch, sentado solo en medio de la niebla.
¿Cuánto llevaba allí? La eternidad le pesaba en el corazón… Sin poder
evitarlo, comenzó a llorar de tristeza.
Terrible era eso. El agua
corría en torrentes desde sus ojos y se acumulaba a sus pies. Subía y
subía. Cuando estaba a punto de cubrirlo, Kooch dejó de llorar y lanzó
un suspiro, tan poderoso que disipó la niebla. Sin querer, había creado
el primer mar y el primer viento, que encrespaba las olas.
Intrigado,
quiso ver su obra. Se alejó un poco en el espacio y levantó un brazo,
abriendo una gran brecha en la oscuridad. La fuerza de su golpe generó
una chispa inmensa, que fue a alumbrar sobre el mar. Así nació Xaleshen,
el sol.
Y del sol surgieron las nubes, que proyectaron sus sombras ligeras en ese mundo recién creado.
Kooch,
al contemplarlo, decidió que algo faltaba en esa gran extensión de
agua, e hizo surgir una isla. Enseguida la rodeó de cardúmenes y la
pobló de vida.
El viento, sobre ella, se convirtió en brisa, y las nubes dejaron caer una lluvia suave que hizo crecer la vegetación.
Kooch, satisfecho, creó una segunda isla junto a la primera y se marchó al horizonte.
Pero
Tons, la oscuridad, todavía estaba sobre el mundo, y allí, en las
islas, dejó a sus hijos, los gigantes, para que las hicieran suyas.
Uno de ellos, llamado Noshtex, deseaba a la nube Teo. Día y noche se quedaba viéndola embobado, cuando paseaba con sus hermanas.
Un día decidió raptarla y se la llevó a su caverna por la fuerza.
Las
hermanas de Teo, furiosas al no encontrarla, se arremolinaron en una
gran tempestad que lo cubrió todo. El agua bajó en torrentes por las
laderas de las montañas arrastrando árboles y rocas, inundando las
cuevas de los animales y los nidos de los pájaros, antes de derramarse
en Arrok, el mar amargo.
Luego de tres días de lluvia incesante
asomó el sol, y al enterarse del rapto fue al horizonte, donde estaba
Kooch, para darle la noticia.
—El que lo haya hecho, será castigado —dijo Kooch—. Si Teo espera un hijo, será mucho más fuerte que su padre…
Al
día siguiente, cuando el sol salió a devorar la neblina, contó a las
nubes las novedades. Xóchem, el viento, las llevó a la tierra, donde las
oyó el chingolo. Y el chingolo se lo contó al primero que se le cruzó y
así, al poco tiempo, todos los animales de las islas sabían lo que
había dicho Kooch.
Pero también Noshtex las escuchó, de boca del viento, y tuvo miedo.
Entró
a la gruta con la intención de devorar a Teo y a su hijo. Arrancó al
bebé del vientre de su madre, y cuando estaba por comérselo sintió un
fuerte dolor en el pie.
Era Ter-Werr, una tuco-tuco que había
excavado su casa en el fondo de la cueva. Con sus largos dientes de
roedor mordió el talón de Noshtex y salvó al bebé. Apenas el monstruo lo
dejó en el suelo para frotarse el pie dolorido, la tuco-tuco se lo
llevó al exterior, pidiendo ayuda a los demás animales.
Kíus, el chorlo, sabía que Kooch había creado una nueva tierra más allá del mar amargo, y sugirió llevarlo hasta allí.
Aunque
Noshtex casi los alcanza, consiguieron poner al bebé sobre el lomo de
un cisne blanco, que remontó vuelo rumbo al este, donde Elal, el hijo de
la nube y el gigante, viviría sin peligro, porque los gigantes temían
al agua.
A esta tierra ventosa y fría, que los blancos llamaron
Patagonia, llegaron el cisne y su carga, y el ave no descansó hasta
posarse en la cumbre del cerro Chaltén.
Pero no llegaron solos.
El resto de las aves vino poco después, y los peces grandes y pequeños
que rodeaban las islas originales y los animales terrestres, unos sobre
otros, helados de frío. Todos cruzaron el mar, para no abandonar al
pequeño Elal.
Y el cielo, y las lagunas, y las laderas de los montes se llenaron de vida.
Elal
pronto aprendió que esta tierra también tenía sus peligros. Aquí
habitaban Kokeske y Shíe, el frío y la nieve, dos hermanos que se
consideraban amos y señores.
Cuando Elal quiso bajar del Chaltén lo atacaron, dispuestos a matarlo.
Pero el pequeño demostró que no sería tan sencillo como ellos pensaban.
Levantó
del suelo dos piedras, y golpeándolas produjo la chispa generadora del
fuego, que lo protegió de los hermanos y los ahuyentó.
También se construyó un arco y flechas, para cazar los animales que le servirían de sustento.
El mismo arco, poderoso, lo usó para ahuyentar el mar a flechazos y agrandar la tierra seca.
Y
una vez que tuvo bajo su dominio un territorio enorme, rico y poblado
por todo tipo de animales, modeló con barro a los primeros hombres y
mujeres, los tehuelches.
Les enseñó los secretos para dominar la
Creación; les dio el fuego, les enseñó a rastrear animales y cómo
cazarlos, cómo vestirse para soportar el duro clima…
Al fin, un
día dio su tarea por cumplida. Reunió a las gentes y se despidió de
todos, encomendándoles que transmitieran sus conocimientos a las futuras
generaciones.
Y partió, a lomos del mismo cisne que lo había salvado cuando era un bebé.
Los tehuelches lo vieron alejarse y, cada tanto, disparar una flecha al mar.
Donde la flecha caía surgía una isla, y el cisne podía detenerse a descansar.
Dicen
que en una de ellas, tan lejos que ningún hombre la ha visto jamás,
allí vive todavía Elal, junto a hogueras que jamás se consumirán,
escuchando las historias de los tehuelches que han abandonado este
mundo…
Así escucharon la historia de Kooch y Elal los primeros
hombres blanco que llegaron a la Patagonia. Entre ellos estaba
Pigafetta, el cronista de la expedición de Magallanes, que dibujó el
mapa de la costa continental y el de las dos islas donde todo comenzó,
el día que Kooch se puso triste.
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