En lugar del embrutecimiento mental que se usa para “normalizar“ a
los pacientes con esquizofrenia, habría que agrandar esa grieta en la
industria farmacéutica para atender el mesaje que la condición lleva
dentro.
La industria farmacéutica, sobre todo
cuando se trata de enfermedades mentales, quiere dos cosas: la primera
es eliminar rápidamente los síntomas, y la segunda, derivada de lo
anterior, es posicionarse más y más como un poder fáctico que influya
políticamente y se vuelva imprescindible tanto para los enfermos como
para los que le rodean. Y ahora que en Occidente esta industria domina
el panorama –pero de ninguna manera lo alivia–, parece que hemos perdido
muchas cosas, tanto así que incluso ya no sabemos/queremos vivir sin
una farmacia.
Y la enfermedad mental es la más temida
de todas (ese espejo que nos muestra un rostro desbordado más allá de
sus límites). Nos produce pánico y la amordazamos con las drogas más
potentes, aquellas que deshumanizan al que la padece al punto del
embrutecimiento. ¿Por qué no averiguamos si la enfermedad tiene un mensaje para nosotros? ¿Por qué asesinamos al mensajero antes de que pueda revelar su significado? Después de todo, la enfermedad, como apuntó alguna vez Virginia Woolf
–quien la padecía–, es un tremendo cambio espiritual que revela
precipicios, desiertos, yelmos y céspedes rociados con flores
brillantes; la enfermedad es la odisea de un hombre por los promontorios
e infiernos de sí mismo. (Do you not see how necessary a world of pains and troubles is to school an intelligence and make it a soul?, profería John Keats.).
Como clima mental, la enfermedad aumenta las percepciones, y es preciso
que, de este lado del mundo, y bajo la oscura sombra de la industria
farmacéutica, encontremos una grieta que nos permita traducir y dirigir
lo que estamos silenciando.
Es preciso porque el índice de
esquizofrenia, por ejemplo, es considerable (a nivel mundial alrededor
del 1% de la población está diagnosticada con esto, y en EUA
aproximadamente el 1.2 (3.2 millones), de los cuales el 95% está
institucionalizado o en tratamiento de antipsicóticos); y porque a estas
alturas ya no podemos pensar que calmar los síntomas de una enfermedad
es curar una enfermedad (y debemos preguntarnos incluso si el término
“enfermedad” no es un estigma que en sí mismo cancela las posibilidades
de conocer causas y atender los mensajes). Algunas personas ya están
mirando a través de esta estrecha “grieta” para entender la
esquizofrenia de una manera no sintomática, no embrutecedora. Y parece
que solo tenemos que mirar hacia las antiguas tradiciones chamánicas,
que al parecer comparten muchas características, entre ellas las
habilidades psíquicas, con la esquizofrenia.
El chamanismo entendió en su origen que lo que hoy llamamos una enfermedad mental era posiblemente una manifestación de lo divino,
o de aquello extraordinario que merecía ser atendido por la comunidad
como un mensaje y una oportunidad de conocer el misterio y sanar. Y no
es necesario compartir creencias con la tradición chamánica para dar una
oportunidad a otra perspectiva sobre la enfermedad mental y buscar las
posibles joyas enterradas allí, entre los cauces caóticos o hiperlúcidos
de un dialogo interior distinto.
Hace algunos años, un hospital mental de Estados Unidos recibió la visita de Patrice Somé,
un sanador africano que observó a los zombificados pacientes y se
lamentó de la manera en que desperdiciamos las cualidades de “una
persona que por fin está alineada con una fuerza de otro mundo”.
Un estupendo ejemplo de la fortuita cooperación entre el chamanismo y la esquizofrenia la compartió recientemente
el padre de un diagnosticado esquizofrénico en Estados Unidos. Desde
sus 17 años, Frank había estado internado en hospitales y medicado por
sus síntomas mentales. Los efectos secundarios de las medicinas
provocaron que aumentara 50 kg y le diagnosticaran diabetes. A sus 30
años, ya defraudado por el tratamiento y desesperado, su padre buscó un
camino que nuca hubiera considerado de no presentarse la circunstancia.
Después de un viaje a África con Frank, en el cual, dice, Frank encontró una especie de poder y calma, se topó con el libro Shamans among US
del psiquiatra evolutivo Joseph Polimeni, que postula que las personas
que escuchan voces o sienten ciertas cosas están en contacto con otras
realidades, especialmente con el reino mítico, para el cual la sociedad
Occidental no tiene ni tiempo ni lugar.
Su padre, que cuenta que entre los
diálogos inconexos de Frank parecía haber una “siniestra habilidad para
sintonizar lo que él estaba pensando”, buscó a Malidoma Somé, un chamán
africano de la tradición de los Dagara (al igual que Patrice Somé), y
viajó a Jamaica con Frank para verlo. Malidoma se sentó con Frank con
una serie de objetos y le pidió que dibujara para él, a quien llamó “su
colega”.
Desde ese viaje a Jamaica, Frank habla
por teléfono constantemente con el chamán y crea dibujos simbólicos. Por
recomendación de Malidoma, también viajaron a tierras sagradas de Nuevo
México a ver otros chamanes.
Estas
experiencias, en lugar de llevar a Frank más hacia “la locura”, han
tenido efectos asentadores. No está curado –aún toma sus medicamentos y
reside en una casa grupal– pero el peso que había ganado y la diabetes
han desaparecido. […] Hoy Frank está lleno de vida y actividad y es
ingeniero mecánico. Todavía escribe páginas en caracteres
incomprensibles, al menos para aquellos se nosotros en este reino. Y
cada vez más está poseído de una remarcable habilidad para sintonizar
los patrones de pensamiento de otras personas, incluyéndome.
Ya es demasiado tarde para que Frank
deje los medicamentos, pero lo que sucedió fue que ya no siente que está
enfermo, sino que sabe algo más, y alguien lo entiende. Malidoma Somé
lo entiende, y eso es suficiente.
Quizás la figura del chamán en esta y
cualquier otra circunstancia odiséica se la de la compañía.
Culturalmente, “el loco” es invalidado de inmediato y muchas veces
termina por invalidarse a sí mismo, es decir, acaba por perder su poder y
naufragar por que no hay tripulante o capitán que le confirme que, de
hecho, su barco existe y es imprescindible navegarlo. Las llamadas
“enfermedades mentales”, precisamente por la conotación tan negativa de
su nombre, pueden ser desoladoras. Una compañía psíquica, aunque remota,
es esa grieta en la industria farmacéutica que tendríamos que agrandar
para verdaderamente permitir que el esquizofrénico escuche a las sirenas
y sepa si le conviene ir con ellas o más bien disfrutar su canto
amarrado al mástil.
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