Todos nosotros tenemos una idea más o menos definida de lo que
significa “civilización”, un concepto que equiparamos a una sociedad
compleja y avanzada como la actual, pero también con antiguas culturas
que florecieron hace siglos y nos dejaron un esplendoroso legado. Si nos
centramos particularmente en el ámbito de las ciencias sociales, se usa
el término “civilización” para indicar un cierto estado de progreso o
de cierto nivel de evolución social, cultural, política, económica y
tecnológica que nos diferencia de las comunidades primitivas, tanto
aquellas de tiempos remotos en que el hombre vivía en un estado de
salvajismo o barbarie, como aquellas otras de la actualidad que se
mantienen más o menos aisladas de esto que llamamos el “mundo moderno”.
Ahora bien, hay que tener en cuenta que la palabra civilización
también puede usarse con un sentido más amplio, referido al conjunto de
ideas, conocimientos, concepciones, valores, instituciones o logros de
una sociedad en un tiempo determinado. En el presente texto combinaremos
ambos significados, pues ambos nos van a llevar a una misma conclusión.
Esta idea de la civilización como cúspide del desarrollo
humano ya viene de antiguo y está directamente relacionada con el
nacimiento de las ciudades y de los estados[1], pero tomó sin
duda un gran impulso con el triunfo del evolucionismo como teoría
científica, que no sólo marco un antes y un después en las ciencias
naturales, sino que impactó también de forma muy relevante en la
historia, la arqueología y la antropología, esto es, en la propia
explicación del devenir del hombre como “animal social”. De este modo,
el pasado más lejano del hombre pasó de explicarse en términos míticos o
religiosos a interpretarse en clave científica evolutiva, desde el
origen del hombre —a partir de un antepasado primate— hasta el estallido civilizador que tuvo lugar hace más de 5.000 años en Mesopotamia y Egipto.
En efecto, desde el punto de vista histórico reconocemos que el
hombre primitivo practicó el nomadismo durante muchos miles de años (y
podríamos decir millones si vamos más allá del Homo sapiens),
dedicándose simplemente a sobrevivir mediante la caza y la recolección.
Posteriormente, hacia el final de la última Edad del Hielo (a partir del
10.000 antes de Cristo, aproximadamente) se produjo un cambio radical
que consistió en una progresiva sedentarización de la población, al
establecerse un cambio en la estrategia de supervivencia: aparte de
cazar y recolectar, el hombre empezó a domesticar plantas y animales y
se convirtió en agricultor y ganadero. Esto es lo que el insigne
arqueólogo Gordon V. Childe denominó “revolución neolítica”. Así, tras
un pocos milenios de comunidades neolíticas en varias zonas del mundo,
arrancaron las primeras civilizaciones conocidas entre el 4000 y el 3000
a. C., primero en Mesopotamia y poco después en Egipto. Algunos siglos
más tarde, la civilización surgió con fuerza en otros puntos del
planeta, como el valle del Indo, China y finalmente el Nuevo Mundo. Este
nuevo salto, cimentado en un fuerte crecimiento económico a partir del
excedente de recursos, supuso el nacimiento de las ciudades, de los
estados, de las instituciones y poderes centralizados, de la
administración, de la escritura, del comercio a gran escala, de la
especialización del trabajo y jerarquización de la sociedad y del
progreso en la ciencia y la técnica.
Esta sería una visión rápida de lo que significó hace miles de años
ese cambio de una existencia primitiva a un mundo complejo en que el
hombre se vio catapultado a un bienestar material cada vez más grande,
con un mayor control y explotación del entorno natural, hasta
convertirlo a día de hoy casi en un entorno “artificial”. No hay duda de
que cada nueva civilización recogió el testigo de las anteriores y lo
amplió hacia nuevos horizontes. Mesopotamia y Egipto tuvieron su
grandeza, pero luego vino la Grecia clásica con su democracia, su arte,
su filosofía y su ciencia. Tras la Atenas de Pericles llegó la Roma de
los césares, que difundió por todo el Mediterráneo y buena parte de
Europa los logros de la civilización, en forma de arquitectura,
ingeniería, literatura, leyes, comercio, etc. Del legado romano nació la
civilización occidental, liderada por varias naciones europeas desde el
Renacimiento, y que podemos considerar en este siglo XXI como la
civilización por excelencia, pues llega a todos los rincones del
planeta, marcando un estilo de vida prácticamente idéntico en la mayoría
de países, si bien persisten múltiples tradiciones o culturas locales
que mantienen una idiosincrasia propia, distante de lo que podríamos
denominar “valores occidentales”.
Tras este repaso histórico, podríamos concluir que la civilización es
el recorrido lógico del hombre desde un estadio de existencia
prácticamente de mera subsistencia a una cultura compleja en la que los
avances científicos y tecnológicos nos hacen la vida más fácil, con un
constante avance o progreso de las condiciones de vida. Sin embargo, la
primera pregunta que tendríamos que hacernos es si realmente podemos
considerar que civilización y progreso son términos inseparables, por no
decir casi sinónimos. No cabe duda de que el ideario evolucionista
trasladó a las ciencias sociales el concepto de que el hombre “progresa”
a lo largo de la historia y que hay sociedades y hombres superiores a
otros, simplemente porque son civilizados, mientras que los que se
quedan atrás son salvajes. En el siglo XIX, la antropología cultural
puso las bases de la separación entre las culturas humanas: el
salvajismo (los cazadores-recolectores), la barbarie (los campesinos y
pastores) y la civilización (el hombre del medio urbano). De la misma
manera, la arqueología y la historia se apresuraron a crear un sistema
de “Edades” basadas en la tecnología y en la consecución de ciertos
logros materiales, aparte de la lógica acumulación de conocimientos. En
estos esquemas evolutivos lo más antiguo era lo más primitivo o lo más
primitivo era lo más indeseable (especialmente desde la óptica del
hombre blanco occidental).
Efectivamente, vemos que la visión occidental como centro del mundo
fue la que impregnó el paradigma evolucionista, lo que en algunos
momentos llegó a tener velados tintes de racismo o eurocentrismo hacia
las sociedades o comunidades “no civilizadas”. En esta línea argumental,
el evolucionismo cultural defiende el concepto de que el hombre avanza
hacia un estadio superior, y que esta es la meta deseable a la que se
debe conducir a todos los seres humanos. Dicho de otro modo, la
civilización supone progreso, y cuanto mayor es el grado de
civilización, mayor es el grado de progreso para todos. No obstante, no
hay que olvidar que mucho antes de que el evolucionismo cultural
expusiera sus argumentos, los occidentales (o todos los pueblos que se
consideraban de una cultura superior) ya se dedicaban a imponer su
civilización, por las buenas o por las malas, a todos aquellos salvajes
que tenían un sistema de vida diferente. Esta imposición está bien
documentada en contextos bien distintos y en cualquier parte del mundo,
pues mientras la gran civilización azteca es motivo de admiración,
también es bien sabido que se caracterizó por un fuerte imperialismo
hacia sus vecinos y por los masivos sacrificios humanos que horrorizaron
a los conquistadores. Y no menos horrorizados debían estar los
conquistados en el continente americano, al ver el atropello, muerte,
genocidio y esclavización a que fueron sometidos por los civilizados europeos.Por lo tanto, podríamos afirmar que el evolucionismo biológico o cultural lo único que hizo fue poner un sello científico a una práctica o conducta que ya estaba bien asentada en los países civilizados que llevaban siglos expandiendo su poder por todo el globo. Y, dado que esto países difundían la civilización, todo estaba justificado, pues la civilización es progreso y es buena para todas las gentes, pese a que la tarea civilizadora está a menudo marcada por abusos y excesos sobre el salvaje o el menos civilizado. Efectivamente, la conquista civilizadora no ha sido un camino de rosas, sino que en la mayoría de casos ha implicado una conquista política y económica —frecuentemente por la fuerza de las armas— que ha cambiado formas de vida y ha creado nuevos males sobre otros supuestos males ya existentes. El eco de esta agresión civilizadora todavía se escucha a través del grito de resistencia de muchas comunidades indígenas en todo el planeta. Estos pueblos no ven apenas el beneficio de la civilización y sí la desgracia de la pérdida de sus creencias y modos de vida e incluso de su íntimo contacto con la Tierra, algo que ha enfrentado al hombre salvaje con el hombre civilizado desde hace siglos. Para ilustrar esta dicotomía basta recordar la famosa carta que el jefe indio Noah Sealth envió en 1854 al entonces presidente de los EE UU, Franklin Pierce, en que le expresaba que no podía venderle unas determinadas tierras, porque era el hombre el que pertenecía a la Tierra, y no al revés. Recuperemos ahora un fragmento significativo de dicha carta:
“¿Pero
cómo podéis comprar o vender el cielo o el calor de la tierra? Esta
idea nos resulta extraña. Si no somos dueños de la frescura del aire ni
del fulgor de las aguas, ¿cómo podrán ustedes comprarlos? Cada parcela
de esta tierra es sagrada para mi pueblo. Cada brillante mata de pino,
cada grano de arena en las playas, cada gota de rocío en los bosques,
cada altozano y hasta el sonido de cada insecto, es sagrada a la memoria
y el pasado de mi pueblo. La savia que circula por las venas de los
arboles lleva consigo las memorias de los pieles rojas. Los muertos del
hombre blanco olvidan su país de origen cuando emprenden sus paseos
entre las estrellas, en cambio nuestros muertos nunca pueden olvidar
esta bondadosa tierra puesto que es la madre de los pieles rojas. Somos
parte de la tierra y asimismo ella es parte de nosotros. Las flores
perfumadas son nuestras hermanas; el venado, el caballo, la gran águila;
estos son nuestros hermanos. Las escarpadas peñas, los húmedos prados,
el calor del cuerpo del caballo y el hombre, todos pertenecemos a la
misma familia.”
No hay que ser un experto antropólogo para que ver que esta visión
del mundo tiene conceptos muy distintos de los del hombre occidental. Con
todo, tampoco sería equilibrado idealizar un cierto “mito del buen
salvaje” ni condenar tantas maravillas que ha creado la civilización
como las obras de Platón, el Taj Mahal, los cuadros de Rembrandt o las
óperas de Verdi. Sin embargo, lo que al final nos provoca un
cierto desasosiego es que la civilización, que aparentemente se muestra
como algo positivo y deseable, se presenta desde una perspectiva
histórica como una extraña contradicción. Así, junto con los grandes
logros de la civilización como los que acabamos de mencionar, tenemos
una extensa crónica de negatividad civilizadora en forma de
explotación, guerras, genocidios, intolerancia, miseria, corrupción,
destrucción, persecuciones, etc. y no sólo del civilizado hacia el
salvaje, sino muy en particular entre las naciones supuestamente
civilizadas.
Si se admite que el hombre progresa, ¿cómo entendemos que el
civilizado mundo del pasado siglo XX haya sufrido dos brutales guerras
mundiales con millones de víctimas? ¿Son Hiroshima y Nagasaki
símbolos de civilización? ¿Cómo un nación tan compleja y civilizada como
la Alemania del siglo XX pudo caer en una barbarie moral como el
nazismo? ¿Es la contaminación y explotación irracional del planeta una
conducta civilizada? ¿Puede ser el civilizado y complejo sistema
económico-financiero la solución de las tremendas crisis que él mismo
crea? ¿Cómo la civilización mundial con tantos organismos
internacionales se muestra incapaz de acabar con el hambre y la miseria
en tantos países del Tercer Mundo? En definitiva, ¿cómo se puede hablar
de civilización si la condición humana no ha mejorado sustancialmente
desde el tiempo de los faraones y los emperadores romanos? La acumulación de conocimiento y de logros materiales no pueden justificar una evidente falta de progreso ético o espiritual como especie consciente. Una voz que resuena en nuestro interior nos dice que esto no puede ser civilización.Ahora ya estamos llegando al meollo de la cuestión. Para acercarnos a una visión distinta del concepto de civilización, hemos de salir de nuestra mentalidad racional occidental y buscar otra forma de estudiar la existencia humana. Para el escritor y egiptólogo amateur John Anthony West, la civilización es algo radicalmente distinto a lo que se enseña en escuelas y universidades; en sus propias palabras:
Ciertamente, West viene a tocar un punto clave y este no es otro que el sentido de la existencia humana más allá del mundo exterior que nos rodea, aquel que empieza en los límites de nuestra piel. A lo largo de los tiempos, los filósofos se han preguntado: ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? y ¿A dónde vamos? Ni la historia como ciencia ni otras disciplinas han sido capaces de dar respuestas concretas a estas cuestiones. Para la visión evolucionista, no hay un orden ni una justificación ni un propósito definido, sino un azar que determina lo que existe en este Universo que percibimos por los sentidos. En este mundo, el hombre es un animal más, un ser físico muy próximo al chimpancé con el que compartimos un altísimo porcentaje de ADN. Sin embargo, no podemos negar que aparte de buscar alimento y refugio como otros seres vivos, el hombre se hace preguntas y busca respuestas sobre su existencia.Por civilización entiendo una sociedad organizada sobre la convicción de que la humanidad está en la Tierra con un propósito. En una civilización, los hombres están más preocupados por la vida interior que por las condiciones de la existencia cotidiana.(West, J.A. La serpiente celestial)
En este mundo civilizado de la satisfacción efímera, pensamos
que disponer de un todo-terreno 4X4, de un teléfono móvil, de un i-pad,
de un televisor en 3D o de tantas otras cosas suponen un estilo de vida
muy superior al de un indígena del Amazonas. Esto es cierto, tenemos
más cosas, pero no por ello somos más felices ni estamos más contentos
con nuestras vidas. Por encima de las condiciones de vida
materiales, seguimos muriendo como hace dos, tres o cinco mil años y
nuestras vidas pasan por momentos de alegría y de pena. La civilización,
como marco de la existencia humana en estos 5.000 años pasados, no ha
podido dar respuestas en términos de conexión con nuestro ser interior
ni ha podido acabar con los males que aquejan a nuestra especie.
De hecho, los diferentes sistemas políticos, sociales y
económicos o las sucesivas revoluciones más o menos radicales han
aplicado aquello de “cambiarlo todo para que todo quede igual”, sin
tocar el quid de la cuestión: transformar al hombre por dentro, para que ese cambio se proyecte en el mundo exterior.
Este error se repitió en los supuestos mundos útopicos o felices
imaginados por filósofos e intelectuales, que acabaron chocando con la
dura realidad de los hechos. Así, la ideología socialista que debía
liberar al hombre acabó condenándolo a una existencia materialista y
opresiva, con la increíble paradoja de que la URSS, el país estandarte
del socialismo, era un estado despótico y armado hasta los dientes,
llegando a crear su propia política imperialista en todo el globo. Finalmente, la promesa de un cierto paraíso
ha quedado limitada al terreno de la religión y las creencias, que
venden la idea de que a este mundo se ha venido a sufrir y a ganarse la
salvación… pero no aquí, sino en el más allá.
Está claro pues que la civilización, en sus múltiples manifestaciones
a lo largo del tiempo, ha fracasado a la hora de eliminar el egoísmo,
el individualismo y la confrontación. Más bien, la llegada del
capitalismo en los últimos siglos ha exacerbado estos rasgos hasta
llegar al frenético consumismo actual y a la auténtica sinrazón de
destruir toneladas de alimentos para que no bajen los precios en la
bolsa o en los mercados mientras hay tanta gente pasándolo mal, y no
sólo en los países más subdesarrollados. Desde este punto de vista,
podríamos decir que la evolución de la civilización no ha ido por el
camino correcto, pues no sólo no ha podido ofrecer una supuesta
felicidad completa al hombre sino que ha sido incapaz de dar unas
condiciones de vida dignas (y esto sí que es un factor puramente
material) en muchos lugares del planeta, con una evidente situación de
injusticia y agravio.
Por otra parte, si civilización también es el conjunto de
conocimientos, valores, creencias o productos de una sociedad, no cabe
duda de que estamos ante una realidad compleja y a veces incomprensible
para el ciudadano medio, que se siente llevado por una marea que lo
arrastra hacia no sé sabe bien qué destino. El mundo civilizado se nos presenta así como una fachada material portentosa y tecnológica detrás de la cual no hay nada,
ya que carece de esos supuestos valores que las más altas instancias se
empeñan en pregonar sin demasiado éxito, porque entrado ya el siglo XXI
las contradicciones de la civilización son tan grandes que ya no hay
nada que pueda taparlas ni dismularlas. En este contexto, un creciente
sentimiento de apatía y desconcierto se apodera de la sociedad moderna,
que no entiende cómo este complejo mundo un día da caramelos y otro los
quita, mientras a muchas personas no les dada nada de nada, ni siquiera
esperanza. Desgraciadamente, estos tiempos difíciles —caracterizados por
tantas muestras de corrupción y desmesura generalizadas— no hacen más
que provocan mayor estupor, cuando no abierta indignación.
Y una vez visto lo visto, tal vez ya va siendo hora de ejercer sin
tapujos nuestro derecho a juzgar y rechazar el mundo civilizado por ser
un mundo que atenta directamente contra la esencia moral del hombre. El
problema más grave para este cambio es que el hombre moderno no tiene un
referente alternativo a la civilización, y cree que la civilización, a
pesar de todos sus males, es el rumbo correcto y que volver hacia atrás
sería caer en la barbarie. Pero, ¿puede haber más barbarie, más o menos
edulcorada, que la que vivimos en esta era? ¿Hemos de aceptar que la
civilización tiene este altísimo precio? ¿Nos da igual todo lo que
ocurre a nuestro alrededor mientras nosotros podamos vivir instalados en
la comodidad? ¿No es esto más egoísmo e individualismo, algo que
precisamente no es muy distintivo de los “salvajes” que aún viven en la
selva?
En fin, no es cuestión de renunciar al conocimiento ni a los avances
en la ciencia; se trata de dar un vuelco moral a cómo vivimos sobre el
planeta, mediante una transformación de la conciencia, con el objetivo
de vivir en armonía con nuestros semejantes y con nuestro entorno,
poniendo por delante lo que realmente debería ser importante para el
hombre. El día en que a nivel público y privado términos como
amor al prójimo, dignidad, solidaridad, decencia, honradez, honestidad y
generosidad sean la pauta de vida habitual, entonces podremos decir que
estamos en el buen camino, en un mundo que quizás no precise
de grandes urbes ni de ostentosos artefactos, pero que dará cohesión a
la sociedad y sentido espiritual a nuestras vidas.
Xavier Bartlett
Licenciado en Prehistoria e Hª Antigua por la Universidad de Barcelona
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