viernes, 1 de octubre de 2021

Lucifer como identidad secreta de Dios.

 




No se pretende aquí replantear postulados teológicos ni inducir a teorías conspirativas respecto de la fe. Solo se quiere analizar lúdicamente, desde la más sana curiosidad, y a través de diversas interpretaciones culturales, una nueva versión sobre la mayor encarnación de nuestros miedos.
En el Libro del Destino / inscribiste todo el mal / y todo el bien / que esperabas de mí / en esta
existencia.

Omar Khayyám

 

Un feligrés pregunta al padre de su parroquia: “¿Por qué Dios creó al Diablo?”. Y el padre le responde: “¿Y quién
te dijo que el Diablo fue creado?”. Es probable que el Diablo, como Dios, siempre haya estado allí, por
que, en buena cuenta, ambos serían la misma entidad simbólica.

En la mitología griega, Prometeo, movido por su amor a los hombres, “[…] les regala el tesoro del
fuego sagrado, aunque para ello se haya visto obligado a robárselo al propio Zeus, quien le hace
pagar de forma terrible su generosa contribución a la humanidad, ordenando a Mercurio que lo
precipite en el Tártaro y lo encadene en la cima del Cáucaso, donde durante cientos de años un buitre
le devoraría las entrañas, las mismas que se regenerarían para continuar con el suplicio eterno. Los
hombres también recibieron su castigo con el Diluvio”. Pero Hércules dio muerte al buitre y Zeus
perdonó a Prometeo.

Desde entonces, gracias a Esquilo, el dramaturgo griego, el mito de “Prometeo encadenado”
representa “la imagen viva del espíritu luchando con la materia inerte, como la razón en pugna con la
fuerza, como la personificación de lo grande y elevado contra lo bajo y rastrero”.

Prometeo no es condenado por el acto del robo en sí, sino por la osadía de compartir la razón —esa
sabiduría reservada a los dioses— con los simples mortales, movido únicamente por el amor.

Desde las primeras teorizaciones respecto a la dualidad del Bieny el Mal estaban presentes, y
emparejadas, las nociones de razón y salvajismo, controle instintos más primarios. Se entendía que el
hombre que se dejase conducir por sus instintos se guiaría básicamente por el Mal, y que el hombre
que actuara cobijado por la razón sería alumbrado por la antorcha del Bien. Dios estaría, entonces, en
el discernimiento y el equilibrio, y el Diablo en los instintos, que solo buscarán satisfacerse.

En el Edén, ese paraíso de la flacidez y la desconexión, Dios prohíbe a Adán y Eva —los primeros
humanos según las creencias judía, cristiana y musulmana— probar del fruto del árbol del
conocimiento so riesgo de muerte. Pero ¿por qué un padre que ama a sus hijos les negaría la luz del
conocimiento? ¿Qué riesgo podrían correr los humanos de ser dueños de sus propios actos?

Dios plantea la prohibición como una subrepticia invitación a la desobediencia. No existiría tal
tentación si no existiese la necesidad de transgredirla. No existían necesidades en el Paraíso,
recuérdese. ¿Para qué la necesidad de controlarse? Pero ya que los primeros humanos poseían la
pureza de la más conspicua ignorancia, salvo para revolotear como hippies en el verde jardín, fue
necesario que apareciera un ente que adoptase el papel de disociador y facilitador, a riesgo de ser
condenado eternamente por tal acción.

Satanás, el ángel caído (“Lucifer,del latín lux: ‘luz’, y fero: ‘llevar’: portador de luz”), expulsado al Caos
por rebelarse contra Dios, aparece en el Edén en forma de serpiente para tentar a Eva a probar del
fruto del Árbol del Conocimiento del Bien y el Mal, y así extender el “pecado mortal” a Adán y a la
humanidad futura.

La figura simbólica de Satanás es probablemente la del primer indicio de razón propia después de
Dios. Su rebelión —toda rebelión— requiere de un conocimiento que se oponga a otro. Fue dotado
de razón antes de que Adán y Eva pecaran de desobediencia.

Satanás (Lucifer, cuando era el ángel más bello) es la imagen del hijo caído y castigado por rebelarse
contra el Padre, similar a la de Prometeo condenado por robar el fuego sagrado de su dios supremo,
Zeus. Los dos pecaron de discernimiento y de intencionalidad personal, ya sea por envidia o por amor;
ambas, características muy humanas.



En el Edén, Dios prohíbe a Adán y Eva probar del fruto del árbol del conocimiento

so riesgo

de muerte. Pero ¿por qué un padre que ama a sus hijos les negaría la luz del

conocimiento?

¿Qué riesgo podrían correr los humanos de ser dueños de sus propios actos?

Algunas religiones, tradiciones o doctrinas (yezidismo, luciferismo, gnósticos) 

consideraban a Lucifer como una entidad positiva, libre de oscuridad, que “se 

rebeló contra Dios para darle a la Humanidad la sabiduría, [y a quien luego] 

Dios perdonó y restauró como su ángel predilecto”.

Por ello, si Dios hizo una invitación subrepticia a la desobediencia, Satanás solo fue

 un vehículo de ese plan que buscaría, principalmente, el despertar del hombre 

a la razón, y a todas sus aristas, ventajas y desventajas. Esa serpiente pudo ser 

el mismo Dios que, a pesar de su deseo de protección a sus hijos amados, 

tuvo que darles el empujón para que dejasen el nido y se enfrentasen a la 

realidad, con el inmejorable regalo del conocimiento como antorcha.

Dios practicó el libre albedrío en su más desprendida expresión: le entregó al 

hombre la libertad para darle la espalda. No se podría entender un 

amor sincero si el mismo Padre hubiese creado a los humanos y al amor en 

forma perfecta para mantener un sistema jerárquico basado en una 

conducta inconsciente, repetitiva y eterna. ¿Qué padre desearía que sus hijos lo 

amasen por el cumplimiento de un mandato judicial o genético?

Bajo la deducción de que Dios es Todo y que ni un cabello se mueve sin su 

voluntad, entonces el mismo Dios creó el equilibrio a través de la razón, 

materializando el peso contrario de la balanza en una entidad o actitud que 

proviniese de Él mismo. Dios puede ser el otro lado del espejo, habiendo 

creado por ecuación matemática “el Mal”, que nosotros podemos elegir, evitar o 

combatir. ¿Judas, por ejemplo, fue tentado a actuar con traición, o tenía una

 misión que cumplir a través del más doloroso de los sacrificios? ¿Tras Judas 

estaba Satanás, o el mismo Dios?

En su cuento “Tres versiones de Judas” (Ficciones, 1944), Borges hace una 

disertación literaria interesantísima sobre la equivalencia de los órdenes 

complementarios:

El Verbo, cuando fue hecho carne, pasó de la ubicuidad al espacio, de la eternidad  

a la historia, de la dicha sin límites a la mutación y a la carne; para corresponder a 

tal sacrificio, era necesario que un hombre, en representación de todos los 

hombres, hiciera un sacrificio condigno. Judas Iscariote fue ese hombre. Judas, 

único entre los apóstoles, intuyó la secreta divinidad y el terrible propósito de 

Jesús. El Verbo se había rebajado a mortal; Judas, discípulo del Verbo, podía 

rebajarse a delator (el peor delito que la infamia soporta) y ser huésped del fuego 

que no se apaga. El orden inferior es un espejo del orden superior; las 

formas de la tierra corresponden a las formas del cielo; las manchas de la piel son 

un mapa de las incorruptibles constelaciones; Judas refleja de algún modo a 

Jesús. De ahí los treinta dineros y el beso; de ahí la muerte voluntaria, para 

merecer aún más la Reprobación.

En El exorcista (The Exorcist), la excelente novela de William Peter Blatty, en 

un receso del exorcismo de Regan, un sereno padre Merrin le explica a 

un fatigado y desesperanzado padre Karras:

—Y, sin embargo, incluso de esto, del mal, vendrá el bien. De algún modo. De 

algún modo que nunca podremos entender, ni siquiera ver. —Merrin hizo una 

pausa—. Quizás el mal sea el crisol de la bondad —manifestó—. Y tal vez el propio 

Satán, a pesar de sí mismo, sirva de alguna manera para cumplir la voluntad de Dios.


Curiosidad aparte resulta la revelación del más famoso exorcista del Vaticano, 

el padre Gabrielle Amorth,quien explica que los ministros de la Iglesia que no 

creen en el Diablo como identidad real y sí solo como manifestación genérica 

están en pecado mortal.

En algunas religiones y creencias se considera la no existencia del Diablo, 

explicando la maldad como el nivel de lejanía de uno con respecto a Dios. Eso 

asume que la oscuridad también proviene de Dios, pero que nosotros 

tenemos la libertad de elegirla o no, gracias a que poseemos la virtud del 

discernimiento.

La figura mítica del Diablo fue la identidad secreta de Dios. Luego el hombre 

adoptó e hizo suya esa figura para justificar su debilidad y alimentar los miedos 

propios y ajenos. Así el hombre le dio cuerpo y consistencia (y cuernos y rabo) a lo 

que para Dios solo era una idea de complementariedad.



Dios practicó el libre albedrío en su más desprendida expresión: le entregó 

al hombre la libertad para darle la espalda.

Las posesiones demoníacas son parte del juego simbólico. La idea de ser “

poseídos” nos asusta, nos aterra, nos aleja del Mal y nos acerca a Dios. El Mal 

encarnado tiene muy mala publicidad al perder casi siempre en los exorcismos.

 Lo que hace realmente el Diablo, a través de ese juego macabro, es poner a 

prueba nuestra fe, fortalecerla y difundirla, como a través de los Santos, por 

ejemplo, tantas veces tentados cuando eran simples hombres y tantas veces 

vencedores. Los demonios son tan inferiores a la sola presencia divina como 

cuando le suplicaron a Cristo quedarse, por lo menos, dentro de una piara de 

cerdos antes de desbarrancarse.

En resumen, la idea del Padre jugando con su propia sombra para asustar al niño 

y atraerlo a sus brazos protectores.

En 1966, en la ciudad estadounidense de California, el músico, mago y escritor 

ocultista Anton Szandor LaVey fundó la Iglesia de Satán, con un concepto totalmente

 alejado de la percepción popular de los grupos satánicos. La filosofía de Anton 

LaVey nada tiene que ver con sacrificios de cualquier tipo, humanos o animales, 

ni con la adoración de la figura mítica de un Diablo con cuernos y tridente. La 

postura de LaVey es más bien una feroz crítica al cristianismo, al que acusa de 

“ser una plaga en la tierra que atemoriza, reprime y no deja pensar a millones de 

personas”. En la Iglesia “mágica y simbólica” de LaVey se cree en Satán “como la 

representación de la inteligencia y la humanidad en la Tierra y se refiere a su 

descripción como mito, en la que Satán era un ángel de Dios y pensó por sí 

mismo y se rebeló contra Él”. El mismo Anton LaVey se convirtió en un icono 

dentro de la cultura popular estadounidense.

La Iglesia, ortodoxa y conservadora, ha jugado un papel curioso, por decir lo

 menos, en el desarrollo de la razón como identidad de la sociedad moderna. 

Durante mucho tiempo sometió todo asomo de pensamiento independiente, 

persiguió a los librepensadores hasta la misma hoguera, sumió a la humanidad en

 una época de oscurantismo, creó un sistema contra el progreso e impuso límites 

al conocimiento para mantener un régimen opresor basado en creencias. La razón 

entonces tenía un dueño: la Iglesia. Solo esa razón prevalecía y no la de los 

demás. La razón estaba basada en los férreos dogmas de una fe ciega.

Tuvieron que transcurrir varios siglos para que el Renacimiento terminase 

con la oscuridad imperante en la Edad Media, reactivando el conocimiento y 

su difusión. Sin embargo, la evolución nos muestra un lado más sugestivo de 

las teorizaciones teológicas. El hombre adquirió la razón a través de millones de 

años, y ésta le sirvió para avanzar de una manera vertiginosa en su desarrollo 

como sociedad y especie. Pero es esa misma razón la que ha llevado a la

 humanidad

 a un extremo de alcances irreversibles.

¿Será la razón nuestra herramienta de autodestrucción? ¿Debimos llegar a 

este nivel de conocimiento tras bajar de los árboles? Cuando destruyamos el 

planeta en el que vivimos, quizá nos preguntemos si hubiese sido mejor que 

nos ocultasen eternamente El Fruto del Conocimiento.

¿Prometeo y Lucifer nos entregaron el fuego de la razón que ha de terminar 

incendiándo?

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