En el Edén, Dios prohíbe a Adán y Eva probar del fruto del árbol del conocimiento
so riesgo
de muerte. Pero ¿por qué un padre que ama a sus hijos les negaría la luz del
conocimiento?
¿Qué riesgo podrían correr los humanos de ser dueños de sus propios actos?
Algunas religiones, tradiciones o doctrinas (yezidismo, luciferismo, gnósticos)
consideraban a Lucifer como una entidad positiva, libre de oscuridad, que “se
rebeló contra Dios para darle a la Humanidad la sabiduría, [y a quien luego]
Dios perdonó y restauró como su ángel predilecto”.
Por ello, si Dios hizo una invitación subrepticia a la desobediencia, Satanás solo fue
un vehículo de ese plan que buscaría, principalmente, el despertar del hombre
a la razón, y a todas sus aristas, ventajas y desventajas. Esa serpiente pudo ser
el mismo Dios que, a pesar de su deseo de protección a sus hijos amados,
tuvo que darles el empujón para que dejasen el nido y se enfrentasen a la
realidad, con el inmejorable regalo del conocimiento como antorcha.
Dios practicó el libre albedrío en su más desprendida expresión: le entregó al
hombre la libertad para darle la espalda. No se podría entender un
amor sincero si el mismo Padre hubiese creado a los humanos y al amor en
forma perfecta para mantener un sistema jerárquico basado en una
conducta inconsciente, repetitiva y eterna. ¿Qué padre desearía que sus hijos lo
amasen por el cumplimiento de un mandato judicial o genético?
Bajo la deducción de que Dios es Todo y que ni un cabello se mueve sin su
voluntad, entonces el mismo Dios creó el equilibrio a través de la razón,
materializando el peso contrario de la balanza en una entidad o actitud que
proviniese de Él mismo. Dios puede ser el otro lado del espejo, habiendo
creado por ecuación matemática “el Mal”, que nosotros podemos elegir, evitar o
combatir. ¿Judas, por ejemplo, fue tentado a actuar con traición, o tenía una
misión que cumplir a través del más doloroso de los sacrificios? ¿Tras Judas
estaba Satanás, o el mismo Dios?
En su cuento “Tres versiones de Judas” (Ficciones, 1944), Borges hace una
disertación literaria interesantísima sobre la equivalencia de los órdenes
complementarios:
El Verbo, cuando fue hecho carne, pasó de la ubicuidad al espacio, de la eternidad
a la historia, de la dicha sin límites a la mutación y a la carne; para corresponder a
tal sacrificio, era necesario que un hombre, en representación de todos los
hombres, hiciera un sacrificio condigno. Judas Iscariote fue ese hombre. Judas,
único entre los apóstoles, intuyó la secreta divinidad y el terrible propósito de
Jesús. El Verbo se había rebajado a mortal; Judas, discípulo del Verbo, podía
rebajarse a delator (el peor delito que la infamia soporta) y ser huésped del fuego
que no se apaga. El orden inferior es un espejo del orden superior; las
formas de la tierra corresponden a las formas del cielo; las manchas de la piel son
un mapa de las incorruptibles constelaciones; Judas refleja de algún modo a
Jesús. De ahí los treinta dineros y el beso; de ahí la muerte voluntaria, para
merecer aún más la Reprobación.
En El exorcista (The Exorcist), la excelente novela de William Peter Blatty, en
un receso del exorcismo de Regan, un sereno padre Merrin le explica a
un fatigado y desesperanzado padre Karras:
—Y, sin embargo, incluso de esto, del mal, vendrá el bien. De algún modo. De
algún modo que nunca podremos entender, ni siquiera ver. —Merrin hizo una
pausa—. Quizás el mal sea el crisol de la bondad —manifestó—. Y tal vez el propio
Satán, a pesar de sí mismo, sirva de alguna manera para cumplir la voluntad de Dios.
Curiosidad aparte resulta la revelación del más famoso exorcista del Vaticano,
el padre Gabrielle Amorth,quien explica que los ministros de la Iglesia que no
creen en el Diablo como identidad real y sí solo como manifestación genérica
están en pecado mortal.
En algunas religiones y creencias se considera la no existencia del Diablo,
explicando la maldad como el nivel de lejanía de uno con respecto a Dios. Eso
asume que la oscuridad también proviene de Dios, pero que nosotros
tenemos la libertad de elegirla o no, gracias a que poseemos la virtud del
discernimiento.
La figura mítica del Diablo fue la identidad secreta de Dios. Luego el hombre
adoptó e hizo suya esa figura para justificar su debilidad y alimentar los miedos
propios y ajenos. Así el hombre le dio cuerpo y consistencia (y cuernos y rabo) a lo
que para Dios solo era una idea de complementariedad.
Dios practicó el libre albedrío en su más desprendida expresión: le entregó
al hombre la libertad para darle la espalda.
Las posesiones demoníacas son parte del juego simbólico. La idea de ser “
poseídos” nos asusta, nos aterra, nos aleja del Mal y nos acerca a Dios. El Mal
encarnado tiene muy mala publicidad al perder casi siempre en los exorcismos.
Lo que hace realmente el Diablo, a través de ese juego macabro, es poner a
prueba nuestra fe, fortalecerla y difundirla, como a través de los Santos, por
ejemplo, tantas veces tentados cuando eran simples hombres y tantas veces
vencedores. Los demonios son tan inferiores a la sola presencia divina como
cuando le suplicaron a Cristo quedarse, por lo menos, dentro de una piara de
cerdos antes de desbarrancarse.
En resumen, la idea del Padre jugando con su propia sombra para asustar al niño
y atraerlo a sus brazos protectores.
En 1966, en la ciudad estadounidense de California, el músico, mago y escritor
ocultista Anton Szandor LaVey fundó la Iglesia de Satán, con un concepto totalmente
alejado de la percepción popular de los grupos satánicos. La filosofía de Anton
LaVey nada tiene que ver con sacrificios de cualquier tipo, humanos o animales,
ni con la adoración de la figura mítica de un Diablo con cuernos y tridente. La
postura de LaVey es más bien una feroz crítica al cristianismo, al que acusa de
“ser una plaga en la tierra que atemoriza, reprime y no deja pensar a millones de
personas”. En la Iglesia “mágica y simbólica” de LaVey se cree en Satán “como la
representación de la inteligencia y la humanidad en la Tierra y se refiere a su
descripción como mito, en la que Satán era un ángel de Dios y pensó por sí
mismo y se rebeló contra Él”. El mismo Anton LaVey se convirtió en un icono
dentro de la cultura popular estadounidense.
La Iglesia, ortodoxa y conservadora, ha jugado un papel curioso, por decir lo
menos, en el desarrollo de la razón como identidad de la sociedad moderna.
Durante mucho tiempo sometió todo asomo de pensamiento independiente,
persiguió a los librepensadores hasta la misma hoguera, sumió a la humanidad en
una época de oscurantismo, creó un sistema contra el progreso e impuso límites
al conocimiento para mantener un régimen opresor basado en creencias. La razón
entonces tenía un dueño: la Iglesia. Solo esa razón prevalecía y no la de los
demás. La razón estaba basada en los férreos dogmas de una fe ciega.
Tuvieron que transcurrir varios siglos para que el Renacimiento terminase
con la oscuridad imperante en la Edad Media, reactivando el conocimiento y
su difusión. Sin embargo, la evolución nos muestra un lado más sugestivo de
las teorizaciones teológicas. El hombre adquirió la razón a través de millones de
años, y ésta le sirvió para avanzar de una manera vertiginosa en su desarrollo
como sociedad y especie. Pero es esa misma razón la que ha llevado a la
humanidad
a un extremo de alcances irreversibles.
¿Será la razón nuestra herramienta de autodestrucción? ¿Debimos llegar a
este nivel de conocimiento tras bajar de los árboles? Cuando destruyamos el
planeta en el que vivimos, quizá nos preguntemos si hubiese sido mejor que
nos ocultasen eternamente El Fruto del Conocimiento.
¿Prometeo y Lucifer nos entregaron el fuego de la razón que ha de terminar
incendiándo?
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